Una antropología digital del «ahorita no, joven»
Existe un momento exacto en la historia de la humanidad en el que el «visto» de WhatsApp se convirtió en el equivalente digital del «ahorita vengo» mexicano: fue el día en que descubrimos que podíamos estar presentes y ausentes al mismo tiempo, como el gato de Schrödinger, pero con más cortesía y menos física cuántica. En algún lugar, entre la última llamada no contestada y el mensaje que dice «¿sigues ahí?», los mexicanos perfeccionamos un arte milenario: el de evaporarnos sin dejar rastro, pero con tanto estilo que la otra persona se pregunta si realmente desaparecimos o si solo fuimos a comprar tortillas. En México, decir «no» directamente es casi tan grosero como llegar a tiempo a una fiesta. Como bien señala Edward T. Hall en The Silent Language (1959), las culturas de alto contexto —entre las que México destaca con honores— han desarrollado códigos comunicativos donde lo no dicho pesa más que las palabras. Hall probablemente no imaginó que su teoría encontraría su máxima expresión en el doble check azul de WhatsApp, esa marca digital que dice «te leí, te entendí, pero prefiero que ambos finjamos que mi teléfono está muerto».
Las redes de reciprocidad mexicanas funcionan como un sistema operativo invisible: todos sabemos que existe, nadie puede explicar exactamente cómo funciona, pero sin él, el país entero colapsaría en 48 horas. Son esos códigos no escritos donde un «te debo una» puede cobrarse tres generaciones después, donde el compadrazgo es más vinculante que un contrato notariado, y donde el «ahí nos arreglamos» es una promesa sagrada de ambigüedad mutua. Larissa Adler Lomnitz desentrañó estos mecanismos en Cómo sobreviven los marginados (1975), revelando que la supervivencia social mexicana depende menos de las instituciones formales y más de estas intrincadas telarañas de favores, compromisos tácitos y deudas emocionales que nunca se saldan del todo.
Si Lomnitz viviera en la era digital, seguramente añadiría un capítulo sobre cómo el ghosting educado se ha convertido en una estrategia de supervivencia emocional. Porque en un país donde la armonía social se valora más que la verdad cruda, hemos encontrado en el silencio digital la herramienta perfecta para mantener las apariencias sin comprometernos. El «visto» es el nuevo «ahí nos vemos»: mantiene la red intacta sin activarla, preserva la relación sin ejercerla, cumple con el código sin escribirlo.
«Es imposible no comunicar», lo dijo Paul Watzlawick, en su Teoría de la comunicación humana (1967) y se repite hasta el cansancio en las aulas de comunicación. Los mexicanos tomamos esta premisa y la llevamos al extremo: comunicamos precisamente al no comunicar, enviamos mensajes con nuestro silencio, y construimos discursos enteros con nuestras ausencias calculadas.
El proceso sigue un patrón algorítmico casi perfecto:
Fase 1: El entusiasmo inicial. «¡Claro que sí! ¡Hay que vernos pronto!» (Traducción: Nunca nos veremos, pero qué bonito es imaginarlo).
Fase 2: La dilación estratégica. Los mensajes se espacian. Las respuestas llegan cada vez más tarde. Es como una sinfonía de Mahler, pero en lugar de instrumentos, usamos notificaciones ignoradas.
Fase 3: El silencio quirúrgico. No es un silencio agresivo. Es un silencio tan suave que la otra persona no sabe si está siendo ghosteada o si simplemente México está siendo México. Como diría Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950), el mexicano se enmascara incluso en su ausencia.
Marshall McLuhan, profeta de la era digital, predijo en Understanding Media (1964) que el medio se convertiría en el mensaje. Lo que no predijo fue que los mexicanos convertiríamos la ausencia de mensaje en todo un lenguaje. En la era de Instagram, donde cada story vista, pero no respondida, es un microghosteo, hemos elevado la evasión a categoría de arte conceptual.
Zygmunt Bauman, en Amor líquido (2003), habló de las relaciones fluidas de la modernidad: vínculos que se caracterizan por su fragilidad, su naturaleza temporal y su capacidad de disolverse sin dejar rastro. Para Bauman, la modernidad líquida produce conexiones humanas que fluyen, se adaptan y se escurren entre los dedos como agua, evitando la solidez de los compromisos tradicionales. Son relaciones de consumo rápido, donde el miedo al compromiso se disfraza de libertad y la ansiedad de perderse algo mejor mantiene todas las puertas abiertas.
Pero Bauman era polaco; si hubiera sido mexicano, habría entendido que nuestras relaciones no son líquidas, son gaseosas: se evaporan al menor indicio de confrontación, dejando apenas un residuo de «luego nos ponemos de acuerdo». Mientras que las relaciones líquidas de Bauman todavía mantienen cierta forma visible aunque cambiante, las relaciones mexicanas digitales han alcanzado un estado más etéreo. No fluyen; se subliman directamente del estado sólido del «¡Hay que vernos!» al estado gaseoso del ghosting, saltándose completamente la fase líquida donde todavía habría que dar explicaciones.
Curiosamente, Erving Goffman en La presentación de la persona en la vida cotidiana (1956) describió cómo actuamos diferentes roles según el escenario social. En WhatsApp, los mexicanos hemos perfeccionado el papel del «amigo ocupado pero cariñoso»: siempre con un emoji de corazón listo, siempre con una excusa creíble, nunca con disponibilidad real.
La psicóloga Sherry Turkle, en Alone Together (2011), exploró cómo la tecnología nos permite estar conectados pero solos. Los mexicanos llevamos esto un paso más allá: estamos desconectados, pero presentes, ausentes, pero cordiales, fantasmas, pero fantasmas que mandan memes de Buenos días.
El «chance y sí» mexicano es el primo hermano del «maybe» anglosajón, pero con esteroides culturales. Es una promesa que no promete, un compromiso sin compromiso, un sí que todos sabemos que es no, pero que suena tan bonito que nadie se atreve a cuestionarlo.
La positividad tóxica —esa tiranía del «good vibes only» que nos obliga a sonreír mientras el mundo arde, ese mandato social de estar siempre bien, siempre disponibles, siempre diciendo que sí— se ha convertido en el agotamiento característico de nuestra era. Es la dictadura del optimismo que no permite el no, que castiga la negativa, que ve en cada límite personal una traición al espíritu colaborativo. Byung-Chul Han, en La sociedad del cansancio (2010), diagnosticó brillantemente este fenómeno: vivimos en una sociedad que se autoexplota a través del exceso de positividad, donde el «sí se puede» se convierte en «sí se debe» y finalmente en «¿por qué no pudiste?».
En México, hemos encontrado una solución tan elegante como perversa: el ghosting educado es nuestra forma de decir no sin la negatividad explícita, de poner límites sin parecer negativos, de rechazar sin rechazar. Es el tai chi de las relaciones interpersonales: usar la fuerza de la positividad tóxica contra sí misma, esquivando el conflicto mientras mantenemos la sonrisa digital intacta.
Hay algo profundamente poético en el «visto» mexicano. Es un haiku digital que dice todo sin decir nada:
Mensaje leído
La respuesta flota, etérea
«Ahorita te contesto»
El «visto» mexicano es la máxima expresión de la ausencia presente, esa capacidad única de estar y no estar que hemos perfeccionado hasta convertirla en identidad nacional.
En un país donde las despedidas duran tres horas y nadie se va realmente cuando dice «ya me voy», el ghosting digital es simplemente la evolución natural de nuestra incapacidad genética para las despedidas directas. Hemos digitalizado el «ahí nos vemos» (que sabemos que no nos veremos), hemos pixelado el «luego te marco» (que sabemos que no marcaremos), y hemos convertido el «visto» en el nuevo «con permiso» de nuestros abuelos.
Quizás, al final del día, el ghosting educado mexicano no es una falla en nuestra comunicación, sino su máxima expresión. En un mundo donde la honestidad brutal es valorada por encima de la armonía social, los mexicanos hemos elegido un camino diferente: el de la cortesía llevada al extremo, donde es preferible desaparecer como vapor de tamal que herir los sentimientos de alguien con un «no» directo.
Y así, entre vistos no respondidos y promesas de reuniones que nunca ocurrirán, hemos construido una sociedad donde todos ghosteamos y todos somos ghosteados, pero nadie se ofende porque, en el fondo, todos entendemos el código. Es el equilibrio perfecto: una sociedad de fantasmas educados que se saludan con efusión cuando se encuentran por accidente en el súper, prometen verse pronto, y luego desaparecen nuevamente en el éter digital, dejando solo el rastro de un «visto» a las 11:47 PM.
Porque al final, como diría cualquier mexicano que se respete: «No es que no quiera contestarte, es que…» [Este mensaje fue eliminado].