Transformación cultural: de televisión a algoritmos

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Había algo reconfortante en aquella tarde de domingo. El reloj marcaba las ocho, la familia se reunía frente al televisor, y todos sabíamos que al día siguiente compartiríamos las mismas referencias en la oficina, la escuela, el mercado. Era 1995 y México entero lloraba con María, la del Barrio. Aún tengo presente la experiencia de recorrer los puestos del Mercado Hidalgo, envuelto en la omnipresencia de la misma emisora de radio. La voz de aquel locutor leonés, un cantante de la era del rock en tu idioma, llamado Luján, sonaba en cada puesto. Su programa, uno de los más populares, creaba una suerte de hilo musical que acompañaba desde la entrada hasta el fondo del mercado a marchantes y turistas. Era una voz. Un monolito.

Treinta años después, intento explicarle a mi hija, que estudia el primer semestre de comunicación, este fenómeno y me mira como si le hablara de geometría plana. «¿Todos veían lo mismo? ¿Al mismo tiempo?»

Su incredulidad no es injustificada. Vive en un universo, en una época donde cada pantalla es un portal a una realidad diferente, donde las referencias culturales compartidas son tan raras como la gente sincera.

Hagamos números. En 1990, Televisa controlaba el 90% de la audiencia televisiva mexicana. Nueve de cada diez mexicanos veían lo mismo al mismo tiempo. El final de «Los Ricos También Lloran» paralizó al país. Cuando murió Pedro Infante en la vida real (1957), México se detuvo. Cuando «murió» Luis Miguel en la ficción de su serie (2018), apenas fue trending topic por 6 horas.

La monocultura mexicana tenía sus pilares sagrados:

  • El Chavo del 8: 350 millones de televidentes en toda América Latina
  • Siempre en Domingo: 420 capítulos definiendo qué era «música» para México
  • 24 Horas: Un solo noticiero, una sola versión de la realidad
  • El fútbol: Todos sabían quién era Hugo Sánchez, incluso quienes odiaban el deporteEl quiebre comenzó sutilmente. TV Azteca llegó en 1993 prometiendo «televisión con valor». Sin embargo, el verdadero cambio no provino de otro canal. Vino de algo mucho más radical: la abolición del canal mismo.

YouTube llegó a México en 2007. Al principio, parecía inofensivo: videos graciosos de gatos, tutoriales de maquillaje, covers de canciones. Nadie en Televisa perdió el sueño por eso. Grave error. Para 2010, algo extraño sucedía. Los ratings de la televisión abierta empezaron a caer. No dramáticamente, no de golpe, pero caían. Como una hemorragia lenta que nadie quería ver. Los ejecutivos, formados en la vieja escuela de la hegemonía, atribuían el fenómeno a crisis económicas, a la competencia ramplona, a todo menos a la verdad: el paradigma se había fracturado para siempre.

No era que la gente dejara de consumir historias en una pantalla. Al contrario, lo hacía con una voracidad inédita. El problema, el verdadero quiebre abisal, era que ya no miraban la misma pantalla. La hoguera comunal alrededor de la cual se había reunido el país durante medio siglo se estaba extinguiendo, y en su lugar, millones de cerillos individuales se encendían en la oscuridad, cada uno iluminando un rostro solitario. El poder ya no residía en el control de la antena transmisora, sino en la infinita capacidad de elección del individuo. Estábamos migrando del imperio del hit al archipiélago del nicho. Este nuevo mapa necesitaba un cartógrafo, una teoría que le diera sentido al caos.

El Long Tail de 2004 nos hablaba de que la abundancia digital democratizaría la cultura, liberándonos de la tiranía del bestseller y el blockbuster. Todos encontraríamos nuestro nicho perfecto, nuestra tribu cultural hecha a medida, sin importar cuán oscuro o específico fuese nuestro gusto. La promesa era brillante, casi mesiánica: el fin de los intermediarios. Sin embargo, no nos advirtió sobre el precio: el reemplazo de los intermediarios humanos por un intermediario mucho más poderoso, invisible y omnisciente. Los algoritmos de recomendación se convirtieron en los nuevos gatekeepers, con un poder que ningún crítico o programador de televisión había soñado. No solo decidían qué veríamos; también aprendían de nosotros, nos moldeaban y nos encerraban en burbujas cada vez más pequeñas y cómodas.

Ese mundo desapareció para siempre.

Hoy, cada uno de nosotros habita su propia realidad cultural personalizada. Algoritmos invisibles deciden qué noticias vemos, qué música escuchamos, qué series nos recomiendan. La programación lineal murió. Con ella también murió algo que dábamos por sentado: una experiencia compartida que nos permitía, al menos, habitar el mismo universo informativo y cultural. Me llega a la mente una palabra oscura y vil que se repetía en las aulas de la universidad: masificación. Estamos hablando del cambio de espectadores a usuarios. La cultura de masas, con todos sus defectos, cumplía una función social crucial: nos daba un terreno común. Como explicó el sociólogo Daniel Bell, «la cultura de masas proporcionaba un conjunto de símbolos y referencias que servían como pegamento social en sociedades cada vez más diversas y urbanizadas».

La multiplicación de canales con la llegada de las plataformas digitales supuso una fragmentación significativa. Ya no había solo tres o cuatro canales, sino decenas. Sin embargo, fue Internet quien asestó el golpe definitivo. «Internet no añadió simplemente más canales al ecosistema mediático; cambió por completo las reglas del juego». Esta frase de Manuel Castells resume perfectamente la transformación radical que hemos experimentado. La web 2.0 convirtió a los consumidores pasivos en usuarios activos y productores de contenido. YouTube nació en 2005, Facebook se abrió al público general en 2006, Twitter apareció ese mismo año, Instagram llegaría en 2010 y TikTok explotaría una década después. Cada plataforma fragmentó aún más nuestra atención, pero lo revolucionario fue algo que apenas notamos: los algoritmos de personalización.

En el año 2015, mientras trabajaba en el boicoteado Sistema de Radio, Televisión e Hipermedia de la Universidad de Guanajuato, el proyecto enfrentó un conflicto cuando la gestión anterior del sistema decidió consolidar sus programas en un canal de antena, TV 4, y gastar en una nueva estación de radio en una zona despoblada, todo con gastos millonarios. El enfoque se desarrolló de manera diferente: se apostó por las plataformas digitales y contenidos específicos, con crecimiento orgánico y sin presupuesto (un error definitivo de las autoridades). La evolución continuó en las plataformas y redes sociales, alcanzando un gran impulso durante el confinamiento de la pandemia. El tiempo demostró que este rumbo era correcto; las decisiones finales no.

En 2011, Eli Pariser acuñó el término «burbuja de filtro» para describir cómo los algoritmos nos muestran contenido similar a lo que ya hemos consumido, reforzando nuestras preferencias y creencias. Netflix recomienda series basadas en lo que ya hemos visto. Spotify crea listas personalizadas según nuestros gustos previos. TikTok perfecciona este modelo hasta extremos casi perfectos: segundos después de abrir la app, el algoritmo ya sabe qué te mantendrá enganchado.

La consecuencia no es solo que vemos contenidos diferentes, sino que habitamos realidades informativas completamente distintas. Dos personas pueden usar la misma plataforma y tener experiencias radicalmente diferentes. Como señaló el filósofo Byung-Chul Han, «ya no existe un mundo común que compartir, sino burbujas aisladas de realidad».

Pero siempre hablamos de la pluralidad. Los defensores de este nuevo ecosistema argumentan que la fragmentación ha democratizado la cultura. Ya no dependemos de los guardianes tradicionales —cadenas de televisión, grandes editoriales, discográficas— para acceder a contenidos diversos. Las minorías encuentran representación, las subculturas florecen y los creadores independientes prosperan. Este argumento contiene verdades evidentes. Un adolescente gay en un pequeño pueblo puede encontrar referentes y comunidad en línea. Un aficionado a la música experimental tiene acceso a artistas de nicho de todo el mundo. Un escritor «independiente» (permíteme el cliché de «independiente») puede conectar con otros escritores similares sin importar las distancias.

Sin embargo, la diversidad prometida se ha convertido en muchos casos en un archipiélago de islas culturales que rara vez se comunican entre sí. No es pluralismo; es tribalismo digital. No es liberación; es un aislamiento perfectamente diseñado. Como explicó el sociólogo Zygmunt Bauman: «las redes sociales no construyen comunidades; construyen sustitutos cómodos de comunidad». La evidencia empírica respalda esta preocupación. Un estudio de la Universidad de Oxford demostró que, a pesar de la abundancia de opciones, la mayoría de los usuarios consume contenido sorprendentemente homogéneo dentro de sus burbujas. No buscamos diversidad; buscamos confirmación.

YouTube sabe más sobre mis gustos que mi madre.

Netflix predice mis deseos antes de que los formule.

TikTok me muestra un mundo que existe solo para mí.

La paradoja es brutal: tenemos acceso a toda la cultura humana, pero vemos menos que nunca. Es como tener las llaves de la Biblioteca de Babel y elegir leer siempre el mismo estante.

Esta fragmentación no es accidental. Las plataformas digitales han perfeccionado el arte de la microsegmentación. Cada clic, cada pausa, cada skip alimenta un perfil psicográfico más preciso que cualquier estudio de mercado del siglo XX. Noam Chomsky hablaba de la manufactura del consenso. Ahora enfrentamos algo más sutil: la manufactura de mil consensos diferentes, cada uno tan hermético como convincente para sus habitantes. Donde antes teníamos presentadores de televisión, ahora proliferan los influencers. Sin embargo, llamarlos así es quedarse corto. Son más bien chamanes digitales, cada uno con su propia tribu de devotos y su propia religión, proclamando cosas que consideran importantísimas. Observo con estupor y cierta vergüenza TikToks que instruyen sobre la correcta apertura de puertas, como si explicaran un modelo atómico. Me resulta alarmante ver vídeos que detallan la mejor forma de ponerse los pantalones. Luisito Comunica no es solo un YouTuber; es el Marco Polo de una generación que explora el mundo a través de su lente. El Escorpión Dorado no hace entrevistas; oficia rituales de irreverencia. Donde cada uno reina sobre su fragmento del multiverso mediático.

Lo perturbador llegó con los influencers virtuales. Lil Miquela, con sus millones de seguidores, no existe fuera de los píxeles, pero influye más en las decisiones de compra que cualquier celebridad de carne y hueso. Es la apoteosis de la fragmentación: ni siquiera necesitamos humanos reales para crear nuestras burbujas culturales. Eli Pariser escribía sobre las burbujas de filtro en 2011, pero subestimó nuestra complicidad. No somos víctimas pasivas; somos ingenieros entusiastas de nuestro aislamiento.

En Twitter, bloqueamos y silenciamos hasta crear un timeline que refleja perfectamente nuestros prejuicios.
En Facebook, el algoritmo aprende que nos gusta discutir sobre política, pero solo con quienes piensan como nosotros.
En Instagram, seguimos cuentas que confirman nuestra visión del mundo, sea fitness extremo o positivismo tóxico.
Hemos convertido el universo digital en un espejo infinito.

La espiral del silencio de Elisabeth Noelle-Neumann cobra nueva vida en esta era. Pero ya no es solo miedo a la opinión pública lo que nos silencia; es la irrelevancia algorítmica. Si tu contenido no genera engagement, simplemente no existe. La fragmentación tiene un costo que apenas comenzamos a comprender. Perdimos la plaza pública, ese espacio donde las diferencias se encontraban y negociaban. Ahora, cada quien tiene su propia plaza, poblada únicamente por sus semejantes. Las consecuencias políticas son evidentes. La polarización no es un accidente, sino una característica del sistema. Los algoritmos premian el contenido que genera reacciones fuertes, y nada genera más engagement que la indignación.

Perdimos la capacidad de sorprendernos. Los algoritmos son tan eficientes prediciendo nuestros gustos que rara vez encontramos algo genuinamente nuevo. Vivimos en un eterno presente de variaciones sobre el mismo tema. Perdimos también los rituales compartidos. Ya no existe esa experiencia colectiva de esperar una semana para el siguiente episodio, de especular juntos sobre el desenlace, de compartir teorías en el pasillo.

Netflix nos dio toda la temporada de golpe y mató la conversación.

No es casualidad que la nostalgia se haya convertido en la emoción dominante de nuestra era. Añoramos no solo el contenido del pasado, sino la experiencia compartida de consumirlo. Los reboots y remakes proliferan porque son lo único que garantiza un mínimo de experiencia común. Cuando Netflix lanza una nueva versión de Rebelde, no vende solo entretenimiento; vende la ilusión de un momento cultural compartido.

Pero es una ilusión frágil. Incluso estos intentos de recrear la monocultura fracasan. Cada generación ve su propia versión, la interpreta a través de su propio filtro generacional y la discute en su propia burbuja digital.

¿Existe salida de este laberinto de espejos? La respuesta no está en volver al pasado —eso es imposible— sino en ser conscientes del presente.

Algunos practican el «ayuno digital», períodos de desconexión que les permiten recordar cómo era pensar sin la muleta del algoritmo.

Otros buscan activamente contenido fuera de su zona de confort, forzando a los algoritmos a ampliar su visión del mundo.

Los más radicales abandonan las plataformas principales, creando espacios digitales alternativos donde las recomendaciones son humanas, no algorítmicas.

Mientras escribo esto, Meta promete un metaverso en el que cada persona podrá habitar su propia realidad. La inteligencia artificial ofrece un asistente personal que no solo curará nuestro entretenimiento, sino también nuestra percepción del mundo. La fragmentación que vivimos hoy parecerá una edad de oro de cohesión en comparación con lo que está por venir. Y, sin embargo, algo en el fondo de nuestra naturaleza social resiste. Por más perfecta que sea nuestra burbuja personal, seguimos anhelando la conexión, la sorpresa y el encuentro con el otro. Tal vez ahí está la esperanza.

En ese impulso irreductible de compartir, de recomendar, de discutir. En esa necesidad humana básica de decir «¿viste lo que pasó?» y encontrar a alguien que responda «sí, yo también lo vi». Porque al final, no se trata solo de consumir contenido. Se trata de consumirlo juntos, de crear significado compartido, de tejer la red invisible que nos hace comunidad.

La monocultura murió, es cierto. Pero tal vez de sus cenizas pueda nacer algo nuevo: no una sola historia que todos debamos seguir, sino mil historias que podamos elegir compartir.

La pregunta es: ¿tendremos la sabiduría para elegir la conexión por sobre el confort de nuestras burbujas? El tiempo dirá. Porque, más allá de los algoritmos y las burbujas, seguimos siendo animales sociales que anhelan algo simple y profundamente humano: saber que no estamos solos en nuestra experiencia del mundo.