Más, mejor y diferente

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Cada mañana, déjenme exagerar, millones de oyentes escuchan la voz acaramelada de una locutora o un locutor que entrevista a burócratas del gobierno entusiasmados con su propia obra. Haciendo una campaña venerando su ego con frases estimulantes del manual de autoayuda o jerga organizacional, y déjame decirte que lo identificas nomás escuchas la palabra «accesar» o «impactamos» en…

La escena se siente doméstica, casi íntima: siete y diez de la mañana. El vapor del café ascendía en la cocina y la voz inflada de la locutora esputaba las muletillas radiofónicas. Cada día, un nuevo invitado, una nueva voz, pero el mismo guion invisible. Aquella mañana le tocaba a una funcionaria del gobierno, practicando el tipo de optimismo profesional que se aprende en cursos de comunicación de crisis. Hablaba de su gestión, de los logros de su departamento, de los planes futuros. Y entonces, como un estribillo inevitable, pronunció el trío sagrado.

«Estamos trabajando para ofrecer más servicios, de mejor calidad y con un enfoque diferente».

El guion fluyó de manera orgánica y libre, como una muletilla verbal. La locutora asintió con un murmullo de aprobación. Yo me detuve con la taza a medio camino. No era la primera vez que lo oía. De hecho, lo escuchaba en todas partes: en los anuncios de detergente, en las campañas políticas, en las presentaciones corporativas de resultados trimestrales, en las reuniones con funcionarios y burócratas. Más, mejor, diferente. Un mantra tan repetido que pierde todo su significado, si es que alguna vez lo tuvo. ¿Qué significaba en realidad? ¿Era una promesa o un conjuro? ¿Un mapa hacia la excelencia o una cortina de humo para ocultar el vacío?

Estas palabras clave abren muchas posibilidades, pero no explican nada. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, en “Hegemonía y estrategia socialista” (1985), se refieren a este concepto como «significante vacío»: palabras que, al carecer de un sentido fijo, «condensan una pluralidad de demandas» y permiten formar coaliciones con aparente solidez. La magia de este trío verbal radica en su plasticidad. Son palabras huecas, recipientes que el oyente llena con sus propias esperanzas y deseos. Funcionan porque no dicen nada y lo prometen todo. Son el lenguaje perfecto para una era que valora la apariencia de la acción por encima de la acción misma, pero que se ha utilizado desde el siglo pasado.

Más

La palabra «más» es la seductora de las tres. Evoca una imagen de abundancia, crecimiento y prosperidad ilimitada. Un político promete «más empleos». Un CEO anuncia «más crecimiento». Una marca ofrece «más producto por el mismo precio». La promesa apela a nuestro instinto primario de acumulación. ¿Quién en su sano juicio se opondría a tener más?

El engaño radica en lo que la palabra omite. La promesa de «más empleos» rara vez viene acompañada de una descripción de su calidad. ¿Son contratos indefinidos con salarios dignos o son puestos temporales, precarios, que perpetúan un ciclo de inestabilidad? La promesa de «más ingresos» para una empresa no especifica quién se beneficia de ellos. ¿Se reinvierten en la compañía, se distribuyen entre los trabajadores o engordan los bolsillos de un pequeño grupo de accionistas? La oferta de «más producto» no aclara si ese aumento cuantitativo viene a costa de una reducción en la calidad de los ingredientes.

«Más» es un espejismo cuantitativo que oculta con frecuencia una catástrofe cualitativa. Nos distrae con el volumen para que no nos fijemos en el contenido. Es una promesa de escala que elude la pregunta fundamental: ¿más para quién y a qué costo? Al aceptar el «más» sin cuestionarlo, consentimos una lógica de sobreproducción, explotación y desigualdad, todo envuelto en el papel de regalo del progreso.

Recuerda cuando nos mentalizamos para echarle más ganas.

Mejor

Si «más» apela a nuestro apetito, «mejor» apunta directo a nuestras emociones. Sugiere superación, evolución y una cualidad superior que nos elevará por encima de nuestra condición actual. «Un futuro mejor», «una vida mejor», «una versión mejor de ti mismo». Esta palabra actúa como un bálsamo, una promesa de alivio y mejora que no necesita ser definida.

Esta es su trampa. La palabra «mejor» flota en el aire, un adjetivo sin un punto de comparación claro. ¿Mejor que qué? ¿Mejor que la competencia? ¿Mejor que el año pasado? ¿Mejor según qué estándares? Al no especificar el referente, el orador nos obliga a asumirlo. Nos convertimos en cómplices de la vaguedad, proyectando nuestras propias definiciones de «mejor» sobre una promesa vacía.

«Mejor servicio», «mejor salud», «mejor conectividad» activan una trampa emocional.

Un detergente que limpia «mejor» nos hace imaginar una blancura imposible. Un plan educativo «mejor» nos hace soñar con genios precoces. Un candidato que promete un gobierno «mejor» nos deja la tarea de imaginar en qué consistirá esa mejora. Esta falta de especificación nos desarma como consumidores y ciudadanos, impidiéndonos exigir un estándar real y una métrica tangible para medir los resultados. Nos conformamos con una calidad ilusoria, ya que la responsabilidad de definirla y verificarla recae por completo en nosotros.

Diferente

«Diferente» es el as en la manga, la palabra que activa nuestro sesgo de novedad y nuestro temor a quedarnos atrás. En una cultura obsesionada con la innovación y la disrupción, lo «diferente» se presenta como un valor por sí mismo: un nuevo teléfono, una nueva metodología de trabajo, una nueva estrategia política. La diferencia se comercializa como una garantía de mejora.

Pero «diferente» no es sinónimo de «mejor». Con frecuencia, solo altera lo cosmético, realizando un cambio superficial diseñado para estimular el consumo y crear una falsa sensación de progreso. El nuevo modelo de coche tiene faros de diseño distinto, pero mantiene el mismo motor. La «nueva política» emplea una jerga diferente, pero sus prácticas replican los vicios de la anterior.

La búsqueda constante de lo «diferente» nos mantiene en un ciclo perpetuo de insatisfacción. Nos distrae de evaluar lo que realmente funciona y nos empuja a descartar soluciones probadas por el simple hecho de no ser novedosas. Como se explora en el concepto de neomanía, esta obsesión por lo nuevo desprecia la sabiduría acumulada, asumiendo que el conocimiento del pasado es obsoleto por definición. Nos lleva a ceder ante la mediocridad disfrazada de innovación, aceptando cambios triviales como si fueran auténticas revoluciones.

La palabra «diferente» refleja los anhelos de los funcionarios y políticos por alcanzar la gloria y perdurar en la memoria. En la administración pública, he notado un patrón recurrente: los nuevos funcionarios prometen una gestión que se distinga de la de sus predecesores, celebran sus propias marcas y desestiman el historial previo. He sido testigo del desfile de siete directores de área en cinco años; cada uno aseguraba que su método sería único.

Reflexiona sobre esto: cada temporada, escucho a taxistas y personas con doctorado afirmar que el clima ha cambiado con respecto al año anterior, seguido de una explicación manida sobre el calentamiento global. Mi impulso es contradecirlos, la verdad por joder. Cuando lo hago, responden con la seguridad de un meteorólogo: «Este año hace más calor. Es diferente, ya cambió el clima. Antes era mejor». Puedo asegurarte que, en medio siglo, la nieve no ha caído en julio en mi pueblo, ni hemos necesitado ventiladores en diciembre para soportar treinta y cinco grados en el termómetro.

El éxito de la tríada «más, mejor, diferente» no es casual. Estas palabras explotan de manera sistemática varios sesgos cognitivos y falacias lógicas que nos hacen vulnerables a la manipulación. No solo nos engañan por su vaguedad, sino que también activan atajos mentales que nos impiden pensar de forma crítica.

Sesgo de deseabilidad social

Los seres humanos tenemos una necesidad profunda de pertenencia y aceptación. Buscamos tomar decisiones que sean vistas como «correctas» por nuestro grupo social. Las palabras «más», «mejor» y «diferente» se presentan como valores universalmente positivos. Oponerse a ellas es nadar a contracorriente, ser el cínico, el negativo, el que impide el avance.

Este sesgo nos lleva a aceptar propuestas sin un análisis riguroso. Si un líder propone una iniciativa «para un futuro mejor», cuestionarla se percibe como estar en contra de ese futuro. ¿Quién estaría de acuerdo con la corrupción que se basa en el robo de nuestros impuestos? La presión social para asentir es inmensa. De este modo, el eslogan se convierte en un escudo contra la crítica. El político no necesita defender los detalles de su plan; solo precisa repetir que su objetivo es noble y deseable. Quien se opone no ataca el plan, ataca el sueño, y eso es socialmente inaceptable.

Apelación a la popularidad (Ad Populum)

Esta falacia asume que, si mucha gente cree en algo, debe ser verdad. La repetición masiva de «más, mejor y diferente» en la publicidad y el discurso público genera un efecto de rebaño. Lo oímos en la televisión, lo leemos en internet y lo escuchamos de nuestros líderes. La omnipresencia del mensaje lo legitima, y comenzamos a pensar que, si todo el mundo aspira a lo mismo, esa aspiración debe ser intrínsecamente valiosa.

Esta lógica nos empuja a seguir la tendencia sin cuestionarla. Nos subimos al carro del «progreso» porque todos parecen estar en él. La popularidad del eslogan reemplaza la evidencia de su eficacia. Se crea un falso consenso que aplasta la disidencia y margina el pensamiento crítico. La verdad ya no se determina por los hechos, sino por el número de personas que repiten el mismo mensaje.

Apelación a la novedad (Ad Novitatem)

Como vimos, la palabra «diferente» activa la falacia de que lo nuevo es siempre superior. Esta creencia está profundamente arraigada en nuestra cultura de consumo, que depende de la obsolescencia programada para sobrevivir. Apple no vende teléfonos, vende la idea de que tu modelo actual ya es viejo. La industria del management no vende soluciones, vende metodologías «revolucionarias» que a menudo no son más que un refrito de ideas antiguas con nombres nuevos, como las eternas verdades de la Retórica de Aristóteles presentadas como el último grito en técnicas de persuasión. ¿Sabes cuántos manuales para convertirse en estoico pululan en las librerías?

Esta falacia nos lleva a descartar soluciones probadas y efectivas en favor de lo que es simplemente «distinto», incluso si es inferior. Desconfiamos de la tradición y la experiencia, y nos lanzamos a los brazos de la novedad sin un análisis costo-beneficio. El resultado es un desperdicio de recursos, tiempo y energía en reinventar la rueda una y otra vez, todo por el afán de parecer innovadores.

El uso y abuso de este lenguaje vacuo no es inofensivo. Tiene consecuencias profundas y corrosivas para la sociedad. Al enmascarar la falta de sustancia, estas palabras no solo permiten, sino que activamente promueven la mediocridad en todos los ámbitos.

El principal problema de estas promesas es que son imposibles de medir. ¿Cómo se puede cuantificar un futuro «mejor»? ¿Cuál es el KPI de una solución «diferente»? La falta de métricas concretas impide la rendición de cuentas. Un gobierno puede concluir su período habiendo fracasado en todos sus objetivos tangibles, pero aun así declarar que ha construido un país «mejor». Una empresa puede presentar resultados financieros desastrosos, pero justificarlo afirmando que está en transición hacia un modelo de negocio «diferente».

Sin un estándar claro contra el cual comparar los resultados, cualquier cosa puede presentarse como un éxito. La mediocridad se viste con el traje del emperador, y cualquiera que se atreva a señalar su desnudez es acusado de no entender la «visión». Este lenguaje crea una zona gris donde el fracaso y el éxito son indistinguibles, y la única habilidad que importa es la de contar una buena historia.

Esta retórica vacía fomenta una cultura de conformismo intelectual. Nos acostumbramos tanto a las promesas huecas que dejamos de exigir excelencia. El eslogan reemplaza al esfuerzo, y la presentación vistosa se valora más que el trabajo riguroso. Nos volvemos adictos a la comida rápida del discurso: fácil de consumir, gratificante al instante, pero carente de valor nutritivo.

Esta cultura afecta a todos. Los empleados aprenden que es más rentable vender una idea «diferente» que ejecutar bien una idea existente. Los estudiantes descubren que un ensayo con palabras grandilocuentes obtiene mejor nota que uno con argumentos sólidos pero lenguaje sencillo. Los votantes se dejan seducir por el carisma del candidato que promete un futuro «mejor», ignorando al que presenta un plan detallado pero aburrido. Así, el conformismo se instala y el estándar colectivo de lo que consideramos aceptable desciende poco a poco, hasta que la mediocridad se convierte en la nueva normalidad.

El triunfo de este lenguaje tiene un coste real. Reduce la calidad de los productos y servicios, ya que premia el marketing por encima de la ingeniería. Desilusiona a los ciudadanos, que ven cómo las promesas de un mundo «mejor» nunca se materializan, generando un cinismo que corroe la confianza en las instituciones.

Pero el daño más profundo es el que inflige al pensamiento crítico. Al acostumbrarnos a aceptar la vaguedad como argumento, perdemos la capacidad de analizar, cuestionar y discernir. Nos convertimos en receptores pasivos de mensajes prefabricados, incapaces de separar el grano de la paja. Este lenguaje no es solo una herramienta de marketing; es un disolvente de la inteligencia colectiva.

«Más, mejor, diferente». Suenan bien. Son palabras optimistas e inspiradoras. Y esa es precisamente su función: seducirnos para que bajemos la guardia. Pero son un espejismo, un atajo verbal que nos aleja del verdadero progreso, el que se construye con especificidad, esfuerzo y honestidad.

La próxima vez que escuches a un político, a un jefe o a un anuncio publicitario usar esta fórmula, haz una pausa. No te dejes arrastrar por su avaricia. En su lugar, plantea las preguntas incómodas.

  • ¿Más, dices? Especifica la cantidad. ¿Más para quién? ¿A costa de qué? Muéstrame los números.
  • ¿Mejor? Define tus términos. ¿Según qué criterio? ¿Comparado con qué alternativa? Dame una prueba verificable.
  • ¿Diferente? Explica en qué consiste la diferencia. ¿Es un cambio sustancial o solo de apariencia? Demuestra que esta diferencia supone una mejora real.