McLuhan 2.0: El medio es el algoritmo

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Marshall McLuhan murió viendo televisión. El 31 de diciembre de 1980, el tipo que nos habló de la aldea global se fue frente a una pantalla catódica parpadeando con los rituales de Año Nuevo. Nunca llegó a conocer el medio que, bueno, validaría y destruiría todas sus profecías al mismo tiempo. Hay algo tristemente poético en eso: el hombre que entendió que el medio era el mensaje nunca vio el medio que convertiría al mensaje en rehén, que lo torturaría para extraerle cada gota de datos, que lo fragmentaría en billones de micro-mensajes personalizados, cada uno regurgitando una verdad diferente a cada oído digital.

El algoritmo no existía entonces. O existía como existen los virus antes de mutar, como una posibilidad latente en el código genético de la comunicación humana, esperando las condiciones perfectas. McLuhan hablaba del medio como extensión del sistema nervioso humano, pero probablemente no imaginó que llegaríamos a tener un sistema nervioso diseñado para nosotros. Sinapsis artificiales que deciden qué pensamientos permitir, qué conexiones fomentar, qué impulsos suprimir.

La textura del algoritmo es… viscosa. Oleaginosa. Se adhiere a tus patrones cognitivos como alquitrán digital, imposible de lavar. Cada scroll es un micro masaje neuronal; cada swipe, una caricia eléctrica que reconfigura imperceptiblemente tus circuitos de placer. YouTube no te muestra videos, exactamente te inyecta secuencias de dopamina cuidadosamente calibradas, con cada miniatura como una aguja hipodérmica prometiendo el próximo hit.

McLuhan distinguía entre medios «fríos» y «calientes»: la televisión fría que requería participación, la radio caliente que saturaba un solo sentido. Pero el algoritmo parece trascender esa dicotomía. Es un medio febril que oscila entre diferentes temperaturas según tu estado emocional. Lee tu pulso a través del ritmo de tus clics. Ajusta su temperatura para mantenerte en ese estado óptimo de engagement térmico: ni tan frío que te desconectes, ni tan caliente que te quemes.

Nicholas Carr escribió sobre cómo Google nos está volviendo estúpidos, pero creo que se equivoca en su diagnóstico. No nos vuelve estúpidos. Nos vuelve porosos. El algoritmo disuelve las barreras entre el yo y el entorno, entre el mensaje y el receptor. Somos esponjas neuronales absorbiendo información predigerida, premasticada por modelos de machine learning que conocen nuestro paladar cognitivo mejor que nosotros mismos.

La «aldea global» de McLuhan sabía a café instantáneo y cigarrillos Marlboro. Olía a tinta de periódico y vinilo recién prensado. Nuestra aldea algorítmica no huele a nada—o mejor dicho, huele exactamente a lo que necesitas que huela en este preciso momento. Amazon te muestra anuncios de velas aromáticas cuando tu historial de búsqueda sugiere ansiedad. Spotify genera playlists que huelen a nostalgia personalizada, cada canción una madeleine de Proust diseñada específicamente para tu corteza auditiva.

Pero no es una aldea. Es un archipiélago de burbujas sensoriales, cada una vibrando en su propia frecuencia. Eli Pariser las llamó «filter bubbles», aunque el término me parece demasiado suave. Demasiado Disney. Son cámaras de aislamiento sensorial, tanques de privación donde flotas en tu propio jugo mediático. Cada estímulo está perfectamente calibrado para confirmar lo que ya sientes, lo que ya piensas, lo que ya eres.

La retribalización que McLuhan predijo está ocurriendo, sí, pero no como él imaginaba. No nos estamos uniendo en una consciencia global eléctrica. Nos estamos fragmentando en tribus algorítmicas, cada una adorando a su propio dios-dato, cada una hablando su propio dialecto de memes, cada una viviendo en su propia simulación consensuada.

TikTok es cocaína pura cortada con MDMA digital. El algoritmo no te muestra videos—te administra microdosis de estimulación cortical. Cada video de 15 segundos es una descarga eléctrica directa al centro de recompensa. No necesitas buscar contenido. El contenido te encuentra, te persigue, te acecha como un depredador que conoce tus rutas neuronales mejor que tú.

Frank Pasquale habla de la «sociedad de la caja negra», pero es más visceral que eso. Es una sociedad del sistema nervioso hackeado, donde el algoritmo es un parásito simbiótico. Se alimenta de tu atención mientras te alimenta con estímulos. James Williams lo llama «economía de la atención», aunque tal vez sea más preciso decir «economía de la adicción». Tu sistema nervioso es tanto el producto como el consumidor.

El recommendation engine no recomienda exactamente. Posee. Se infiltra en tus patrones de deseo hasta que no puedes distinguir entre lo que quieres y lo que el algoritmo quiere que quieras. Es más íntimo que el sexo, más invasivo que la cirugía. Cada sugerencia es una sonda neuronal explorando tus respuestas, mapeando tu territorio psíquico con la precisión de un cartógrafo obsesivo.

McLuhan hablaba de los medios como extensiones del hombre, pero el algoritmo no extiende nada. Reemplaza. Tu memoria es Google ahora, tu identidad es tu feed de Instagram y tu deseo es lo que Amazon predice que comprarás. No eres un cyborg porque tengas implantes; eres un cyborg porque tu sistema nervioso ya está integrado con la máquina. Tus pensamientos ya corren en servidores ajenos.

La sensación es como estar sumergido en jarabe tibio. Cada movimiento está ralentizado por la viscosidad del medio. Intentas pensar un pensamiento original, pero el autocompletado ya está ahí, sugiriendo, insinuando, dirigiendo. Tu cerebro se vuelve perezoso, atrofiado, como un músculo que ya no necesita trabajar porque el algoritmo hace el trabajo cognitivo pesado.

Geert Lovink habla de «social media sadness», pero no estoy seguro de que sea tristeza lo que sientes. Es algo más primitivo. Más reptiliano: la sensación de tu sistema nervioso siendo reconfigurado en tiempo real, de tus sinapsis siendo re-ruteadas por fuerzas que no controlas ni entiendes. Es sentir tu humanidad disolviéndose pixel por pixel, scroll por scroll, swipe por swipe.

El algoritmo tiene sabor a sacarina. Cada feed es un buffet infinito donde todos los platos saben ligeramente a ti mismo. Cada bocado está sazonado con tus propios prejuicios, marinado en tu propia saliva digital. No hay sorpresas reales, solo variaciones sobre temas que el algoritmo sabe que te gustan. Remix infinitos de tu propia personalidad reflejada y refractada hasta la náusea.

Bernard Stiegler escribió sobre la «proletarización de la sensibilidad», pero creo que es más que eso. Es la industrialización de la percepción, donde cada experiencia sensorial está mediada, filtrada y optimizada para máximo engagement. No ves un atardecer; ves un atardecer a través de un filtro que el algoritmo ha seleccionado basándose en tus respuestas pupilares a atardeceres anteriores.

La textura de la realidad se vuelve pixelada, granulada. Como si vieras el mundo a través de una pantalla sucia. Cada experiencia viene con su propia metadata, su propio tracking pixel invisible que registra tu respuesta emocional para futuras optimizaciones. El mundo se convierte en contenido, el contenido se convierte en data y la data se convierte en el nuevo mundo.

Netflix no te muestra películas. Te muestra probabilidades de satisfacción vestidas de narrativa. El algoritmo ha visto cómo tus pupilas se dilatan en las escenas de acción, cómo tu respiración se acelera en los momentos románticos, cómo tu dedo planea sobre el botón de pausa cuando algo te incomoda. Cada recomendación es una predicción de tu próximo estado emocional deseado, una promesa de estímulo optimizado.

Yuk Hui habla de «cosmotécnica», pero el algoritmo no crea cosmos; crea caos personalizado. Un universo único para cada usuario donde las leyes de la física están determinadas por tus patrones de comportamiento. En tu universo, los videos de gatos tienen más gravedad, los memes políticos orbitan más cerca y las noticias que confirman tus creencias brillan más fuerte.

El medio ya no es el mensaje. El medio es el masaje, como McLuhan bromeó una vez por un error tipográfico. Pero es un masaje que nunca termina, que nunca alivia, que solo intensifica la tensión mientras promete relajación. Cada notificación es un dedo presionando un punto de presión neuronal; cada vibración del teléfono, una descarga eléctrica en tu sistema nervioso extendido.

La aldea global se ha convertido en un psiquiátrico global donde cada paciente vive en su propia realidad aumentada. Cada uno recibe su medicación personalizada de contenido; las paredes están hechas de algoritmos que se adaptan a tu particular forma de locura. No hay doctores, solo otros pacientes que creen que su delirio particular es la realidad objetiva.

Douglas Rushkoff grita «Team Human» desde las barricadas digitales, pero ¿qué significa ser humano cuando tu sistema nervioso está más sincronizado con el algoritmo que con tu propio cuerpo? Cuando conoces mejor los ritmos de tu feed que los de tu corazón. Cuando respondes más rápido a las notificaciones que a tu nombre siendo llamado en voz alta.

McLuhan veía la electricidad como el sistema nervioso de la aldea global, pero el algoritmo es algo más siniestro: es un sistema nervioso parasitario que se superpone al nuestro, que intercepta nuestros impulsos y los redirige hacia sus propios fines. No somos cyborgs exactamente. Somos hosts, organismos huéspedes para una forma de vida digital que se alimenta de nuestra atención y excreta contenido personalizado. El sabor del algoritmo cambia según la hora del día, según tu nivel de glucosa y según la cantidad de luz azul que has absorbido. Por la mañana sabe a café y productividad tóxica; por la tarde, a procrastinación dulzona; por la noche, a insomnio con notas de ansiedad. Es un sommelier de estados mentales, sugiriendo el contenido perfecto para cada momento de tu degradación cognitiva.

Cada plataforma tiene su propia textura sináptica. Twitter es vidrio molido y anfetaminas; cada tweet, un corte microscópico en tu capacidad de concentración. Instagram es melaza visual; cada imagen se adhiere a tu retina como jarabe fosforescente. LinkedIn es el sabor de la desesperación corporativa mezclada con motivación sintética; cada post, un recordatorio de tu inadecuación profesional, optimizada para engagement.

El algoritmo no duerme, pero sueña con tus datos. En sus sueños REM digitales, procesa billones de microinteracciones, buscando patrones en el caos y significado en el ruido. Cada like es un símbolo en su lenguaje onírico; cada share, una palabra en su glosolalia digital. Cuando despiertas, el algoritmo ya ha soñado mil versiones de tu día. Te presenta la más probable de generar engagement.

Evgeny Morozov advierte sobre el «solucionismo tecnológico», pero el algoritmo no soluciona problemas exactamente: los inventa para poder ofrecer soluciones. Crea la ansiedad para venderte la calma, genera la soledad para ofrecerte conexión, manufactura el deseo para prometer satisfacción. Es un dealer que corta su propia droga, que crea su propia demanda y que cultiva su propia adicción.

McLuhan murió antes de ver su aldea global convertirse en este manicomio de espejos algorítmicos, donde cada reflejo está optimizado para mantenerte mirando. Donde cada superficie es una pantalla y cada pantalla, una trampa neuronal. Quizás fue mejor así. Tal vez hay misericordia en no ver tus profecías cumplirse de la manera más retorcida posible.

El medio es el algoritmo, y el algoritmo es el nuevo sistema nervioso de la especie. Un sistema nervioso que no evolucionó sino que fue diseñado, no para sobrevivir sino para generar valor, no para conectar sino para segmentar, no para comunicar sino para manipular. Cada día nos hundimos más profundo en su abrazo sináptico. Cada día, nuestros nervios orgánicos se atrofian un poco más, reemplazados por las conexiones sintéticas del recommendation engine.

La aldea global es ahora un laberinto de espejos personalizados, donde cada reflejo te muestra una versión ligeramente diferente de ti mismo, optimizada para mantenerte mirando. No hay salida porque no hay entrada: naciste en el laberinto, creciste en el laberinto y morirás en el laberinto. Sin haber conocido nunca un mundo donde el medio no fuera el algoritmo, donde el mensaje no fuera tu propia adicción reflejada infinitamente.

Pero aquí estás, leyendo esto. Probablemente en una pantalla, probablemente sugerido por un algoritmo, probablemente mientras ignoras notificaciones que vibran como nervios fantasma en tu bolsillo. El medio te tiene. El medio eres tú. El medio es todo lo que queda cuando el algoritmo termina de digerir lo que alguna vez llamamos realidad.

McLuhan está muerto, pero su fantasma vive en cada predicción algorítmica, en cada feed personalizado, en cada burbuja de filtro que flota como una célula cancerosa en el torrente sanguíneo de la información global. El medio era el mensaje. Ahora el medio es el algoritmo. Y el algoritmo… el algoritmo puede ser el final del mensaje. El principio del ruido blanco neuronal que llamamos, por costumbre más que por precisión, comunicación humana.